sábado, 26 de agosto de 2006

Prefacio

Como hubiésemos querido que nunca hubiese existido la necesidad imperiosa de construir este libro. Que nunca hubiésemos tenido que luchar por llevar a la luz lo que ha estado en penumbra desde la década de 1970. Que ninguna de las historias de dolor que aquí se expondrán hubiese sucedido. Sin embargo, la falta de preocupación o conciencia, de algunos hombres de armas no lo permitió.
Las historias de dolor causadas por motivos belicosos son tan antiguas como el hombre mismo, pues éste siempre ha batallado entre el bien y el mal, dejando una senda amarga de dolor y destrucción en la que realmente ninguno de nosotros es vencedor, sino muy por el contrario. Todos somos perdedores.
Al observar la línea del tiempo, resulta fácil distinguir que la magnitud de las atrocidades que es capaz de cometer el hombre, fundamentalmente por su ego y afán de poder, tiene una tasa de crecimiento ascendente. La mayor capacidad de destrucción resulta de una trágica combinación de factores: los avances científicos y tecnológicos, el deseo de expansión territorial, de dominación y la escasa tolerancia a la diversidad, entre otros.
Es indiscutible afirmar que el gran avance tecnológico que ha tenido lugar a contar del 1900 encontró su origen en razones bélicas y no de bienestar global. Desde la I Guerra Mundial las mentes privilegiadas, pero mal orientadas, de científicos fueron presionadas para diseñar las armas atroces que causarían la muerte a sus hermanos. Con esto se inicia la industria armamentista, que para algunos perseguiría beneficio material a su capacidad empresarial, para otros sería la herramienta para alimentar su afán de poder y para otros simplemente sería el dolor y la muerte.
A lo largo de la historia se han creado tantas armas como mentes en penumbra y corazones sin compasión han existido en la faz de la Tierra, desde simples diseños mecánicos como catapultas y ballestas, pasando por diseños químicos y biológicos, para terminar en las temibles armas basadas en energía nuclear. Los terribles efectos de algunas de estas armas pueden significar la maldición de varias generaciones, en especial las sofisticadas armas nucleares. Así mismo existen armas de simple diseño que perduran en el tiempo y que aguardan silenciosamente por su presa, que no distinguen entre tiempos de paz ni de guerra, entre un niño inocente y un soldado en combate…las minas terrestres.
Las minas antipersonales y antivehículos se convirtieron rápidamente en los soldados predilectos por las fuerzas armadas del mundo, pues su costo de producción es marginal en relación al necesario para apostar un soldado en esa ubicación o al daño que son capaces de causar a su víctima y los costos asociados para el ¨enemigo¨. Sí es claro que el daño en términos de crimen contra la humanidad es inconmensurable e irrecuperable.
Después del período de conflicto, estas armas que duermen bajo tierra, serán rastreadas para su extracción, pero sólo si existieran los recursos y la conciencia del daño que pueden ocasionar al ser halladas por alguna persona. Actitud que parece no haber existido en numerosos países.
El soldado silencioso es motivo de mutilaciones y muertes en todo el mundo, por este flagelo una víctima padece cada 20 minutos, es decir, cuando usted termine de leer este prefacio habrá un muerto o un mutilado más sobre la faz de la Tierra. Así, cada día lamentamos 72 accidentes, cada mes lloramos 2160 víctimas y cada año recordamos 26000 de ellos.
A causa de este horror es que muchos corazones compasivos decidieron batallar unidos en favor de la vida y de la esperanza de tener un mundo mejor.
A contar de 1997 los esfuerzos de muchas personas comienzan a tomar forma en el Tratado de Ottawa que marcó el inicio del repudio a estas armas. En distintas locaciones del mundo las personas se agruparon como sociedades civiles u organizaciones no gubernamentales para continuar la lucha a favor del desarme y de la vida.
Este texto es una pequeña muestra de la batalla que emprendemos como almas jóvenes ansiosas de lograr un cambio; de contagiar de esperanza, razón y compasión a quienes la han perdido o nunca la han conocido. De esta forma, esperamos que los Estados Parte de la Convención de Ottawa, prioricen sus esfuerzos para ir en ayuda de las personas y que recuerden que ellas son el pilar fundamental de la razón de existencia de dicho Tratado.


Viña del Mar, 18 de julio de 2004

José Miguel Larenas Mahn
Enrique Larenas Hillerns

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