sábado, 26 de agosto de 2006

Dr. Enrique Larenas Hillerns

En la guardia del Hospital Carlos Cisternas de Calama, algún día de 1980, un médico joven, egresado hacía recién 1 año, cumplía con su turno habitual de 24 horas. Transcurridas 4 o 5 horas de turno , alrededor del mediodía, ya había atendido a unas 50 personas, hombres, mujeres, niños, ancianos, con diversas dolencias, algunas banales otras graves, lo habitual. Pero lo inusual estaba por suceder. Por la mañana se había recibido un llamado de un pueblo precordillerano pidiendo una ambulancia para un niño accidentado con explosivos, y la ambulancia había recién anunciado su arribo. Bajaron de ella una camilla con un herido que internaron rápidamente al servicio de urgencias. El joven médico vio en la camilla un pequeño bulto con la cabeza cubierta por apósitos y vendas, que le habían sido puestos en la posta de primeros auxilios del pueblo de origen. Levantó los apósitos y se encontró con la visión más horrible que hasta entonces había presenciado: al pequeño, de unos 10 años de edad, en estado de coma, le faltaba casi la mitad derecha del cráneo, y estaba a la vista el cerebro lacerado, con vasos sanguíneos dejando escapar abundantemente su fluido vital. En el mismo lugar, pidió instrumental estéril y aplicó unas pinzas hemostáticas sobre el cerebro y ligó los vasos sangrantes, cubriendo la masa encefálica a la vista con apósitos. Era lo único que podía hacer. La lesión parecía mortal en breve plazo, y su reparación prácticamente imposible. Como en el hospital en que estos hechos se desarrollaban no había neurocirujano, y el niño aún sobrevivía a tan monstruosa lesión, lo estabilizó y lo envió al hospital base en la ciudad de Antofagasta. Supo después que los neurocirujanos lograron hacerlo sobrevivir un tiempo, hicieron algunas plastias en su cráneo para cubrir el cerebro, pero al cabo de algunos meses y muchos sufrimientos, el niño falleció, y fue a reunirse con sus dos hermanos que habían muerto en el lugar mismo de la explosión. La causa: un proyectil militar que encontraron mientras pastoreaban ovejas y llamas. Ignorantes del peligro, sin saber de qué se trataba, quisieron jugar con el curioso artefacto, el que al caer al suelo hizo explosión, despedazando por completo a dos de los niños y mutilando la cabeza del tercero.



El mismo médico, un año después, durante su turno, aproximadamente a las 00 horas, es llamado para atender a un joven de unos 25 años que se quejaba de un extraño dolor de súbita aparición en su flanco izquierdo. Al palpar la zona afectada, se dio cuenta de que había un orificio circular, y cerca de él, bajo la piel, un objeto duro cuyo contorno sugería un proyectil. Procedió a extraer el objeto, que resultó ser una bala de fusil. Interrogó nuevamente al paciente, dudando de su relato, pues sostenía que todo sucedió mientras dormía en su casa, despertando por el dolor. Pero el relato fue corroborado por su esposa, que estaba durmiendo a su lado. Luego se supo que varias balas habían caído cerca del altar de la iglesia, en la plaza, más o menos a la misma hora. Y que estaba en curso una maniobra militar en las cercanías de la ciudad. Conclusión: balas disparadas al cielo cayeron sobre la ciudad, y una de ellas, dada la distancia, entró por el techo de la casa del paciente en cuestión y alcanzó a penetrar sólo la piel de su abdomen. No supo cómo fue herido, ni cómo salvó milagrosamente su vida.
Pastorcitos precordilleranos, en las cercanías de San Pedro de Atacama, en el caserío de Guatín, encontraron un objeto oblongo semienterrado, cerca de su casa. Uno de ellos lo tomó, lo levantó, y al moverlo, detonó, muriendo en el lugar.
Llano de la paciencia, año 1986. Juan Copa Cruz y un amigo suyo buscan trozos de leña agachados sobre el suelo. Uno de ellos encuentra un objeto redondeado, con aspecto de un tarro de conservas, algo aplanado. Lo toma y se lo lanza a su compañero Juan, quien alcanza a asirlo, pero se le suelta de las manos y cae. La detonación le destrozó el tórax, un ojo e hizo desaparecer sus dos brazos. Era una mina antipersonal. Nunca recibió una ayuda digna del Estado de Chile, y nunca supo lo qué sucedió, pues la justicia no lo investigó, ni menos resolvió nada al respecto. Consiguió unos ganchos rudimentarios activados por el hombro contralateral, tosco remedo de una garra. Con ello ha sido capaz de trabajar para construir su casa. No denota en su voz ni siquiera rencor por lo que le sucedió. Ni sabe a quien culpar. Su mansedumbre lo atribuye al destino, ni siquiera deja escapar ahora lágrimas de rencor o impotencia por haber tenido que vivir así. Simplemente ha vivido.



Año 1970. Francisco y Luis Enrique Vergara Zaldívar, de 11 y 16 años de edad, y su amigo Silverio Morales Araya, de 12 años, pasean por un sector próximo al río Loa, en las cercanías de Calama. Encuentran un objeto metálico grande, con aspecto de cohete. Como lo encuentran vistoso y extraño, tratan de llevarlo a su casa, lo levantan y al caer hace explosión, arrancándole a los dos hermanos una pierna completa, y a Silverio las dos piernas. Una vez más, el Estado de Chile apenas se entera de que tres de sus ciudadanos han sido atrozmente mutilados e incapacitados, y no les presta la ayuda que merecen. Son hasta ahora indigentes. Uno de ellos ya murió, a los 45 años de edad, sin conocer la justicia, ni una prótesis adecuada, ni un trabajo digno. Ni tan sólo una disculpa. ¿Cómo se le explica a alguien que ha perdido sus dos piernas que se trató tan sólo de negligencia de un organismo del Estado?
José Miguel Larenas Mahn, mi hijo, paseando de madrugada por el Valle de la Luna, sector turístico conocido en todo el mundo, en las cercanías de San Pedro de Atacama, el 17 de diciembre de 1994, presintió el volcamiento de la camioneta que iba tras suyo, en la que viajaban sus amigos. Volvió a auxiliarlos, los llevó a la Posta de primeros auxilios del pueblo, luego al puesto de Carabineros local, y volvió con dos policías a intentar sacar el vehículo de las arenas del desierto, donde había caído, para dejarlo sobre el camino y poder así remolcarlo. Durante esta maniobra, la rueda trasera de su camioneta escarbó el terreno hasta hacer contacto con un proyectil de 106 mm. que estaba allí enterrado. La explosión levantó la camioneta por los aires unos cuatro metros, luego cayó envuelta en llamas. Él salió del vehículo destrozado y en llamas sin saber cómo, y se alejó de él, dejándose luego caer al suelo, con su brazo izquierdo destrozado, manando abundante sangre. Un Carabinero que presenció todo el suceso, corrió a auxiliarlo, aplicándole un torniquete bajo el hombro, salvando así su vida, que escapaba por su brazo, y sin explicarse cómo había sobrevivido a tan inmensa explosión. José Miguel dice que salvó con vida porque su madre, muerta hacía dos años, lo había tomado en brazos y lo había posado en el suelo para que escapara de las llamas. Así lo sintió él. Así debió ser. No hay otra explicación.


El mismo médico que inicia este relato, ya no un joven, con barba cana a sus 44 años de edad, que había sido avisado sólo del volcamiento, e informado de que sólo había heridos leves, con algunas contusiones y erosiones, y de que su hijo no estaba lesionado, transitaba en camioneta por la carretera hacia San pedro de Atacama, a buscar a los jóvenes, en compañía de los padres de algunos de ellos, cuando se encontraron con varios vehículos detenidos y una ambulancia. Dijo a quien conducía que se detuviera para ofrecer su ayuda, y se bajó, aproximándose a una camioneta en cuya parte trasera parecía haber un herido, preguntando qué había sucedido, diciendo que era médico, con voz fuerte y firme para que no obstaculizaran su acción, e inquiriendo respecto a las lesiones de quien yacía en el piso ensangrentado de la caja de carga del vehículo y cómo habían sido provocadas. Se le dijo que por la explosión del estanque de bencina de su vehículo. Levantó las mantas para inspeccionar las lesiones y debió contenerse para no expresar su asombro por la magnitud y gravedad de lo observado: un brazo izquierdo destrozado, sin codo, jirones de carne colgando, el antebrazo y la mano prácticamente separados del brazo, unidos sólo por un delgado puente de piel y tejido graso. Buscó el pulso radial, encontrándolo, aunque débil. Tratando de controlar su espanto, pues en toda su vida profesional no había visto una lesión así, dijo al herido con voz cariñosa, que estuviera tranquilo, pues lo que tenía se arreglaría, aunque dudando seriamente de ello, pensando que en realidad solo cabría amputar. Y dejó su brazo con extremo cuidado envuelto en los apósitos que traía. Luego procedió a revisar otras partes de su cuerpo, el tórax, el abdomen, la cabeza. Descubrió su cara, hasta entonces cubierta por un paño para protegerlo del sol. Se encontró con un rostro lleno de cenizas, hollín, y tierra, en el que sólo resaltaban los ojos. Examinó la cara, los ojos, el cráneo, le hizo algunas preguntas para verificar su estado de conciencia. El respondió: es sólo el brazo, papá. Al escuchar esa palabra, el médico sintió un escalofrío, quedó rígido y miro con atención el rostro del muchacho. No, no podía ser su hijo, era un rostro lleno de tierra, sangre y hollín, y su hijo estaba en San Pedro de Atacama, sano, tenía que ser un error. No sabía que hubiera sucedido ninguna explosión, sólo un volcamiento con heridos leves. Soy yo, papá, dijo el niño, sin moverse. Y entonces, reconoció su voz, y en su mirada vio a su hijo, el hijo de su alma, el que había cuidado y querido siempre, el que había crecido sano y robusto desde un pequeño trocito de blanca piel y albos cabellos heredados de su hermosa madre, el que se acurrucaba contra su pecho hundiendo su cara en él para protegerse mientras paseaba en sus brazos por la orilla del mar. El mismo que había pasado con él tantos dolores y tantas alegrías. El mismo que con su hermanita gemela recorría en moto los caminos del desierto en su compañía disfrutando del sol y el viento limpio de la cordillera. El, el hijo de su alma, estaba ahí, en el piso desnudo del compartimiento de carga de una camioneta, con su brazo hecho jirones. Un proyectil había destrozado su brazo a 50 metros de un letrero que rezaba: “Valle de la Luna, Santuario de la Naturaleza”. Con cuidado, se reclinó sobre su cabeza tomándola en su pecho, reteniendo el llanto, y le dijo: no te preocupes, hijo, vas a estar bien, vas a sanar. Y dio al chofer de la camioneta la orden de partir de inmediato al hospital donde él trabajaba, entonces en Chuquicamata, sin perder tiempo en pasarlo a la ambulancia. Durante el viaje sujetó el brazo de su hijo para que no se desprendiera con los saltos del vehículo. Cuando llegaron al hospital, lo examinaron dos traumatólogos, uno de los cuales perdió el sentido al ver las lesiones. Posteriormente fue llevado al pabellón de cirugía para decidir qué tratamiento cabría aplicar, a cargo de los traumatólogos, y una vez que fue anestesiado, su padre , cuyas piernas ya no podían sostenerle, cayó al suelo, llorando como un niño, implorando a Dios que salvara su brazo, pidiendo que cortaran los suyos para salvar el de su hijo, sin darse cuenta de lo inútil que ello habría sido.
En la intervención, decidieron no amputarlo, transitoriamente, sujetando los huesos que pudieron salvar con aparatos metálicos de fijación externa. Al día siguiente fue trasladado hasta la capital del país en avión ambulancia, a un hospital especializado en traumatología. Estuvo allí 40 días, y fue operado 14 veces, para efectuarle injertos, para movilizar músculos remanentes con que cubrir la gran herida, para efectuar la fusión artificial con placas metálicas y tornillos de los huesos que quedaban. Y a costa de enorme sufrimiento, agujas, inmovilización, dolor, repetidas anestesias, encierro, insomnio logró salvar su brazo. Su padre y su hermana estuvieron siempre con él, no lo dejaron sólo ni un solo momento, durmieron a su lado 40 noches. Pasaron con él la Navidad y el Año Nuevo en el hospital. Oraron juntos, pidieron a Dios que lo sanara y calmara su dolor, a veces insoportable. Lograron sobrevivir para que él pudiera lograrlo. Su dolor casi terminó con la vida de su padre y su hermana, pero lograron controlarlo para que él viviera. Los colegas de su padre que lo trataron, materializaron un milagro de Dios. Logró conservar su antebrazo y su mano gracias a ellos, gracias a Dios, no gracias en lo absoluto a su país, que le causó la mutilación. Su país nunca se preocupó de ello. La compañía en que trabajaba su padre nunca se preocupó de ello, trató de interponer obstáculos siempre que pudo hacerlo. La patria nunca hizo nada. La justicia nunca hizo nada. El gobierno nunca hizo nada. Si algo se ha logrado en cuanto a que el país tome conciencia del atroz riesgo de los explosivos terrestres, es porque él ha trabajado para que lo que le sucedió no le suceda a otros. Y vive y lucha incansablemente por ello, mientras estudia con ahínco, por dar alegría a su padre y a su hermana, que sufrieron con él, por proteger a otros que sufren, por evitar que otros sufran como él sufrió. Y ahora lucha por evitar que otros lugares sigan llamándose “santuarios de la naturaleza”, siendo trampas mortales. Por lograr que funcionarios abúlicos e indolentes se den cuenta de lo que hacen por evitar estas tragedias: nada. Por lograr que las maniobras militares sigan normas mínimas de protección de la población civil. Por conseguir que su país y el mundo algún día estén limpios de artefactos traicioneros y absurdos sembrados por la inconsciencia, por la indolencia, por la estupidez humana. Si ello se consigue, su sufrimiento, el de su padre, el de su hermana, y el sufrimiento de tantos que han sido atrozmente mutilados o muertos y luego abandonados, tendrá su razón de ser. Las minas antipersonal, las minas antitanque, las municiones sin estallar, son símbolos de la decadencia intelectual y espiritual de la Humanidad actual.
Nada puede justificarlos, nadie puede continuar usándolos, nadie puede escuchar en silencio una historia escrita con sangre, mutilación, muerte, dolor y lagrimas de seres pacíficos que no han luchado ninguna guerra ni la desean.
La sangre, los huesos, la carne de mi hijo José Miguel, regaron una vez el desierto con dolor y con valor increíbles. Él me ha infundido fuerzas a mí, cuando han querido abandonarme. Es un veterano valeroso de una guerra que nunca existió. Que su sacrificio brutal y atroz, y el nuestro, no resulten en vano. Que sirvan para limpiar la faz de la tierra y evitar así que otros inocentes sufran lo que nosotros sufrimos.

1 comentario:

  1. Bernardita Mans, era bella, buena, cariñosa madre y ser humano. No soporto vivir con un hombre que era médico de torturadores en la dictadura pinochetista y se suicidó; joven inteligente y madre que adoraba a sus hijos. A Jose Miguel Larenas Mans sin dudar lo salvó su madre, la muy querida Bernardita. Buen joven; hijo de una Santa y un demonio. La Divinidad lo proteja siempre. Para su madre querida, eternas oraciones. Del demonio, ya se encargaran de él sus iguales, que sin duda lo deben de estar esperando.

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